Cada
vez estoy más convencido de que la lírica es el arte -arte de verdad- más
completo que existe. En ella se mezclan la Historia, la Música, el Teatro, la
Estética y la Literatura; en ella se comprimen todo tipo de emociones.
Pues
bien, aquí en Madrid, parece que poco a poco van alejándose de nosotros aquellas
temporadas líricas en las que yo, a título personal, no encontraba más que
medias tintas y un nivel general bajo que me hacía ser del todo desalentador al
pensar en un futuro que yo pintaba muy negro.
Las
dos últimas temporadas me han demostrado que, por lo menos en parte, estaba
equivocado y aunque en modo alguno sería ajustado a la realidad el afirmar que ya
hemos recuperado el nivel que podía haber hace cincuenta años, ni mucho menos
el de la primera mitad del siglo XX, lo cierto es que allende los mares hay varias
voces que ya levantan los ánimos de los melómanos enfermizos que, como yo, nos
pasamos los minutos soñando con libretos y pasajes de ópera y de zarzuela.
Si
hace algunos meses publiqué en este mismo foro un artículo dedicado a cuatro
jóvenes sopranos españolas - “Y, por fin, estamos obligados a presumir de
sopranos”-, hoy, sin restarle mérito a las otras tres que ahí se destacaban
con puro merecimiento, considero de justicia dedicar un volumen completo a la
más joven de ellas que, precisamente, hace muy pocos días volvió a demostrar en
el Auditorio Nacional de Música de Madrid -a pesar de que el afán de protagonismo
de alguien nos obligó a tener que resignarnos con la sola interpretación de un
aria y una romanza- que los prodigios existen. Vaya por delante que es una pena
que, antes que a mi, no se le haya ocurrido a nadie más importante, con mejor
pluma y más influyente que yo el destacar, en un medio de tirada nacional, los
muchísimos haberes de quien, sin duda alguna, es ya, con mi misma edad, una de
las mejores sopranos del mundo.
http://meurecunchoenxebre.blogspot.com/2021/02/y-por-fin-estamos-obligados-presumir-de.html
A
Marina Monzó la descubrí de casualidad, al poco tiempo de llegar de uno de mis
queridos retiros veraniegos a Galicia, cuando asistí con mi padre a una Gala
Benéfica en el Teatro Real amadrinada por la gran Isabel Rey.
Entonces,
a mis escasos veintiún años de vida, yo no podía imaginarme que alguien tan joven
como yo pudiese subirse a las tablas de un templo internacional de la lírica
tan reconocido y hacerlo tan bien como lo hizo la protagonista de este artículo
en su debut. “Que envidia, joder” le decía a mis adentros lamentándome, ya
entonces, de haberme decidido a estudiar Derecho sin siquiera contemplar la
posibilidad de haber intentado hacer una carrera lírica quien sabe si como
tenor dramático o como barítono lírico. ¡QLVaH¡
No
obstante, para no engañar a nadie, debo reconocer que aquella tarde mis alicientes
eran Juan Pons, Carlos Álvarez, Gregory Kunde y la propia Isabel Rey. Todos
ellos eran artistas consolidadísimos a los que había visto de pequeño cuando
todavía no era muy consciente de lo que escuchaba, así que esa sería una de las
primeras ocasiones que tenía de poder advertir su nivel canoro en directo de
una forma consciente. Sin embargo, a día de hoy, a pesar de la admiración que
sigo guardándoles, no recuerdo que es lo que cantó cada uno de ellos y tan sólo
viene a mi recuerdo el “La ci darem la mano”, dúo de don Giovanni, interpretado
por Álvarez y Monzó; el famosísimo “Caro Nome” de Rigoletto a Monzó; y,
por último, como fin de fiesta, el divertido “Tutto nel mondo é burla”
del Falstaff en el que todos los participantes hacían los coros al maestro Juan
Pons.
Tras
esa gala, y durante cerca de tres años, perdí por completo la pista de la
soprano valenciana. Debo reconocer que, durante ese tiempo, al margen de dos
representaciones de las que guardo un recuerdo imborrable -Il Puritani con Damrau
y Camarena; y La Traviata con Ermonella Jaho haciendo una Violetta que me
impactó mucho-, ninguna de las muchísimas óperas y zarzuelas que vi dejaron demasiado
poso en mí.
Durante
el mes de julio de 2018, unos amigos y yo nos decidimos a hacer un viaje por
Italia y Eslovenia que también he narrado en este blog -“Por salud, paremos los relojes”- y que, entre muchas vivencias inolvidables, me
dio la oportunidad de recordar la existencia de mi coetánea admirada. A continuación,
reproduzco literalmente lo recogido en el artículo precitado:
“Llegamos a Nápoles cuando ya empieza a atardecer y salimos escopetados de la estación de Garibaldi porque nos han hablado bastante mal de la gente que deambula por la zona. Tomamos rumbo, a pata, a nuestro apartamento que se encuentra en un barrio bajo relativamente cerca de la estación que nos hace estar alerta. Llegamos al apartamento ante la atenta mirada de los vecinos del barrial que no quitan ojo a nuestras pertenencias y empezamos a tomar consciencia de dónde nos hemos metido. Tras pasar la prueba de fuego y sobrevivir a la primera noche, amanecemos con ciertas precauciones en mente y salimos precavidos a hacer turismo por la ciudad pues no tendremos más que un día entero para empaparnos de su idiosincrasia. Me llevo la impresión de que hay muchas ciudades en una sola y que realmente merece la pena ir sabiendo a donde se va. Interesante el barrio español, la Galería Umberto l, las vistas desde el Castillo de San Telmo y, sobre todo, me emociona entrar al hall del Teatro de San Carlos –el más antiguo teatro de ópera del mundo en activo- y observar que esa misma noche se representa el Rigoletto de Verdi con mi admirada y coetánea Marina Monzó en el primer reparto aunque lamentablemente no podemos asumir el coste de las entradas. Desgraciadamente no demasiadas hay fotos de nuestro paso por esta peculiar ciudad pues, entre las precauciones tomadas, Alfonso decidió esconder la cámara dentro del apartamento”. ¡QLVaH¡
http://meurecunchoenxebre.blogspot.com/2018/10/por-salud-paremos-los-relojes.html
Al poco tiempo de lo que se acaba de relatar, nuevamente casi recién llegado de Galicia, y muy pocos días después de haber cumplido los veinticuatro años, mientras asistía a una clase de Derecho Procesal Penal en el Máster de Acceso a la Abogacía que por entonces estaba cursando, me llegó una notificación de Facebook en la que, desde la página del Teatro de la Zarzuela, se recordaba que esa misma tarde, en el ambigú del teatro, se celebraba un concierto homenaje a Manuel García a cargo de Marina Monzó y del pianista Rubén Fernández Aguirre. Con algo de suerte, pude sacar con el móvil una de las últimas entradas que quedaban y, con mi recurrente descaro, inventé un pretexto que resultó efectivo para conseguir que el profesor me dejase salir antes de clase sin penalizarme de ninguna manera. Cuando salí a la calle, estaba cayendo un aguacero impresionante en un Madrid en el que el tráfico estaba absolutamente congestionado.
Alquilé
una moto eléctrica y puse rumbo al templo de la calle Jovellanos a dónde,
conmigo, a pocos minutos de comenzar el recital, entraron litros y litros de
agua contra la voluntad de una bedel poco simpática que trataba de impedirme el
paso, precisamente, por la amenaza que sólo a ella le suponía el gravísimo
hecho de que yo estuviera mojado. Ya dentro, y a pesar de que la protagonista comenzó
excusándose por el catarro que decía haber sufrido, comenzó un concierto que
supuso la consolidación de una admiración incondicional. Es una pena que
perdiera el programa de dicho concierto y, sobre todo, las grabaciones caseras
que había hecho de alguna de las interpretaciones que ahí se pudieron ver. Sin
embargo, nunca olvidaré la interpretación de “El riqui riqui”, de “Caramba”,
y de las propinas regaladas protagonizadas por “La canción de la paloma”
del Barberillo de Lavapiés y “El cant dels ocells” dedicado a la,
entonces, recientemente fallecida Montserrat Caballé.
Sin
duda, ese día de octubre cambiaron mis prioridades a la hora de buscar los
eventos líricos. Antes de irme a las páginas oficiales de los coliseos
madrileños, buscaba en la page de la artista a ver si, con suerte, tenía
programado cantar en Madrid o en otro destino que fuese accesible a mis obligaciones,
horarios y economía.
Poco
tiempo después, y al margen de su absolutamente impresionante intervención cantando
“Me llaman la primorosa” como NUNCA lo ha cantado nadie en el concierto
homenaje a Montserrat Caballé al que no pude asistir por motivos que ahora no
recuerdo, tuvimos la suerte de volver a verla por el Teatro de la Zarzuela
interpretando la Marola del segundo cast. Esa producción de Tabernera
del Puerto la vi cinco veces porque, además de las cuatro de Madrid (dos al
primer reparto con Sabina Puértolas y dos al segundo con ella), tuve la suerte
de poder verla poco tiempo después, y con ella nuevamente como protagonista, en
el Palau de les Arts de Valencia.
Después
de verla interpretar a Sorozábal, tan sólo he tenido la ocasión de volver a
hacerlo en el Oscar del Ballo In Maschera de Verdi en el que, como me dijo
recientemente un entendido de la materia, le sobraba papel por todas las partes;
en la Zerlina del Don Giovanni de Mozart; y, últimamente, en el Concierto
Benéfico a favor de la Cruz Roja, al que antes me he referido, que se hizo en
Auditorio Nacional de Música de Madrid.
Todas
las experiencias vividas desde las distintas butacas que ocupaba mientras ella
andaba encima de las tablas, a pesar de saberme a muy poco todavía, me legitiman
para afirmar con rotundidad, como ya he hecho anteriormente, que estamos ante una
de las mejores sopranos del Mundo.
Me
molesta mucho que su juventud, en vez de ser una ventaja por proyectar un futuro apasionante, se use a veces como hándicap
y sirva a alguna gente para, en el mejor de los casos, relativizar su fantástico nivel tachándola de “promesa”
cuando lo cierto es que su mayúsculo sopranismo está más que consolidado.
¿Hay,
en nuestros días, alguna soprano más preparada que ella para cantar óperas como
Bodas de Fígaro, Sonnambula, Elisir d´amore, Favorita, Don Pasquale y tantos
otros roles, no necesariamente belcantistas, que todavía no ha debutado?
Honestamente, y aún sabiendo de la existencia de maravillosas sopranos como,
entre otras, Nadine Sierra o Lissette Oropesa, yo diría que la línea de canto y
la facilidad en la coloratura de Monzó ya la hacen inalcanzable.
En youtube se puede encontrar material videográfico que acredita lo que acabo de decir en
el párrafo anterior, y, entre éste, existe una masterclass conducida por
el gran Juan Diego Flórez en la que, entre los “alumnos”, se encuentra Marina
Monzó. Si uno observa con detenimiento toda la clase, se aprecia con absoluta
claridad lo admirado que queda JDF ante la voz de la valenciana e, incluso, en
un determinado momento, éste se dirige al público afirmando que le sorprende el impresionante control
de la respiración que posee la soprano atribuyendo dicha virtud infrecuente al hecho -que antes yo
desconocía- de haber sido flautista.
Escuchando
cantar a Marina Monzó hay momentos en los que uno no sabe si lo que perciben
sus oídos es la voz de una soprano o el son de una flauta embocada por el
profesor más virtuoso de la mejor orquesta que uno se pueda imaginar. Escuchar
cantar a Marina Monzó es como escuchar cantar a Pilar Lorengar, es poder viajar
al cielo estando en la tierra.
PD:
Recientemente se han presentado las temporadas 21/22 en el Teatro Real y en el
Teatro de la Zarzuela y, salvo su irrisoria participación en la producción de Los
Gavilanes en la que interpretará la Rosaura del primer cast, ninguno de los coliseos líricos madrileños da al público de la
capital la posibilidad de disfrutar del arte de una de las mejores sopranos del
mundo. Bianco, García-Belenguer ¿en qué estáis pensando?
Coloradín Perborato.
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