Oficialmente el verano empieza cuando termina la primavera y remata cuando comienza el otoño. No obstante, me atrevo a afirmar que eso es una verdad a medias y, por lo tanto, no la compro.
Creo, lo afirmo firmemente, que existen tantos veranos como veraneantes e, incluso, como no veraneantes. Y en caso, el de un fiel y orgulloso representante de los primeros, no hay verano si no hay Corcubión.
He de aclarar, para no generar confusión ni pecar de injusto, que el Corcubión al que me refiero también lo comprenden los concellos vecinos de Cee, Muxía, Fisterra o Dumbría, sin los cuales no se podrían construir aquellas vivencias y emociones comunes por mucho que, finalmente, cada noche estival éstas reposen en la demarcación de los viejos Altamira.
Es decir, el lugar es lo que para mi determina el comienzo y el final de una estación que, por encima de cualquier cosa, la entiendo como vital y emocional.
Este es mi verano y en él me perpetuaría sin dudarlo un solo segundo. Los que comparten la misma sensación que yo por tener una experiencia parecida a la misma, no deben cometer el error de despreciar, aún sea de forma inconsciente, dicha realidad toda vez que, sencillamente, hay mucha gente -entre los veraneantes y los no veraneantes- que no tienen tal suerte.
Aquí, aunque mañana ya será allá, nuestra suerte es la de poder oler a salitre; poder escuchar hablar a gaviotas, cormoranes, albatros; poder interactuar, de forma directa y sin intermediarios, con todas las formas de expresión de una naturaleza minimizada por el cemento en las grandes urbes que, sin embargo, aquí se presenta, según tenga el momento, en mil formas cromáticas, de viento o de agua; poder saludar a arroaces y golfiños que buscan jugar mientras llenan su “bandullo”; conocer a gentes que, todavía, son extrañas a los avances tecnológicos que gobiernan otras latitudes o que se mantienen en trabajos antiguos amenazados con su extinción absoluta; poder recordar que, tras una puesta de sol, la penumbra se impone sin ceder el paso a la luz eléctrica y solo convive con aquella que en ocasiones que proporciona la luna; poder comprender que el tiempo, para ser aprovechado, debe dirigirse al trote y no al galope; poder comprender que las carnes, los pecados y las verduras que nos comemos, y que aquí saben más y mejor, no nacen de los estantes de los grandes supermercados sino de nuestro entorno y del trabajo de los que viven en él.
Pero, sobre todas las cosas, lo que es una inmensa suerte es saber que, aunque muchos no tengan esta suerte, algunos comparten vivencias y sentimientos y se hacen protagonistas de las mismas por el amor a un lugar que tampoco se explica sin ellos.
Ahora toca volver una rutina, la de la supervivencia, que sólo se explica como medio para alcanzar algo mejor. La suerte de convertir lo que menos se tiene en lo que más se quiere.
Drisfrutemos del camino de la supervivencia, con mucha música y buena compañía, hasta el próximo verano.
Coloradín Perborato.
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