El tiempo marchita las palabras.

 

Salvo muy contadas ocasiones en las que he echado mano a algún bolígrafo -o, ahora ya, a alguna de las dos plumas con las que se me ha insinuado la necesidad de mejorar ciertas apariencias- debo afirmar, con bastante pesadumbre, que llevaba casi un año sin cultivar una de las aficiones que más me hicieron disfrutar en un pasado no tan lejano; sentarme a escribir lo que pienso y a pensar en lo que escribo.  

Cierto es que, durante este tiempo, hubo alguna servilleta de papel, algún folio sucio, algún programa musical y alguna hoja de comanda o cuaderno a las que, entonces, y a pesar de que ya vivirán en lo más desconocido del mundo, advertí como medios idóneos sobre los que redimir la necesidad de teñir materias uniendo palabras como recurso de expresión.  Experiencias, las de tales contadas ocasiones, que, no obstante, serían desechadas hacia aquellas latitudes que escapan a una memoria que, con razón o sin ella, solo acoge lo que considera cumple con unas mínimas exigencias.

Pero, sobre todo, durante este tiempo, innumerables hechos han acontecido tanto en mi ser más interno como en el contexto más o menos amplio que, sin cesar, va redefiniendo como vemos lo que nos rodea. La mayoría de todo ello, tal vez por carecer de suficiente valor se extinguirá, pero, sin duda, muchos otros acontecimientos, hechos rutina en algún caso, llegaron para quedarse y servir de ese aliento que permite seguir bogando a buen ritmo contra un viento que, por momentos, arrecia.

Mis responsabilidades laborales han crecido; mi vinculación con la música, desde la doble vertiente de quien la observa y la trata de servir, se ha multiplicado; mi vida social ha menguado; y, desde luego, los ratos libres que servían de descanso y para cultivar otras inquietudes casi han desaparecido. Las amistades que ya existían, aunque se resignan a ser menos aprovechadas que antes, continúan; y otras nuevas, cada vez más profundas, llegan para revalorizar la propia existencia.



El tiempo es puñetero porque siempre, sin excepción, nos genera inconformismo. Las veces que nos escasea añoramos tener más disponibilidad sobre él; cuando la disponibilidad aumenta sentimos la necesidad de buscar ocupaciones que nos hagan sentir útiles. Es difícil encontrar un punto de equilibrio.

Ahora que me encuentro en la primera de las situaciones descritas en el párrafo anterior -falta de tiempo- añoro compartirlo con aquellos a quienes quiero, añoro aquellas ilusiones que me regalaba la imaginación cuando podía trabajar a pleno rendimiento, añoro las vidas alternativas que vivía mientras miraba a la mar sin pensar en el reloj, leía un libro sin necesidad de dosificar o veía una película sin mirar al teléfono y, entre otras muchas cosas, añoro la capacidad que tenía de juntar unas palabras marchitadas por un tiempo que, sin embargo, me permite advertir que ya no añoro lo que ahora tengo y antes añoraba.

 

El sueño va sobre el tiempo

flotando como un velero.

Nadie puede abrir semillas 

en el corazón del sueño.


¡Ay, cómo canta el alba, cómo canta!

¡Qué témpanos de hielo azul levanta!


El tiempo va sobre el sueño

hundido hasta los cabellos.

Ayer y mañana comen

oscuras flores de duelo.


¡Ay, cómo canta la noche, cómo canta!

¡Qué espesura de anémonas levanta!


Sobre la misma columna,

abrazados sueño y tiempo,

cruza el gemido del niño,

la lengua rota del viejo.


¡Ay, cómo canta el alba, cómo canta!

¡Qué espesura de anémonas levanta!


Y si el sueño finge muros

en la llanura del tiempo,

el tiempo le hace creer

que nace en aquel momento.

¡Ay, cómo canta la noche, cómo canta!

¡Qué témpanos de hielo azul levanta!

 

                               Federico García Lorca.

 

Coloradín Perborato.


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