“Chiiiiiiir”, tras largos
meses de espera, la joven Noelia cruzaba la puerta de la casa de campo que
había arrendado en el Roncal para, por fin, iniciar una nueva vida lejos de la
ciudad en la que había vivido siempre.
- ¡Mi sueño hecho realidad! - suspiró,
al tiempo que dejaba caer sobre el piso de madera de la planta alta del caserío
el hato en el que había metido libros, libretas y lienzos con el objetivo de
leer, escribir y pintar todo lo posible.
Mientras tanto, Tristán e Isolda -la
pareja de boyeros que había rescatado de la perrera municipal en la que
trabajaba un buen amigo suyo- inspeccionaban su nuevo hogar y advertían, con
coleteo emocionado, que el bonito jardín lleno de flores, además, estaba
habitado por distintos pájaros, roedores y reptiles que, seguro, terminarían
por hacerse amigos suyos.
Todo era apasionante, pero, de
pronto, la joven idealista se dio cuenta de lo lejos que quedaba ya la
universidad, el colegio, el conservatorio, los amigos del barrio, las
discotecas, los vermús con la familia y las amigas, los museos y tantas otras
cosas que, durante sus veintidós años de vida, le habían hecho convertirse en
aquel proyecto de mujer.
- ¿No me habré equivocado? – Noelia
empezaba a estar intranquila pensando en si sería quien de superar la soledad a
la que ella misma, por primera vez en su vida, se estaba sometiendo de manera
aparentemente libre.
En cualquier caso, el orgullo y la
valentía eran condiciones muy marcadas de la joven artista y ello, unido al hecho
de no plantearse bajo ningún concepto la posibilidad de satisfacer a su
metijona tía Victoria, atajaba de cuajo el éxito teórico que pudiera tener
cualquier impulso por regresar a casa de sus padres a los que, por otro lado,
quería muchísimo y no pensaba decepcionar.
El caserío, de similares características
a otros de la zona, era muy atractivo y estaba lleno de estancias singulares
que favorecían la exaltación de todas las artes que practicaba la muchacha.
Para pintar, sin duda, el lugar
ideal era una galería semicircular desde la que se contemplaba la preciosa
serranía que cubría toda la lontananza; el cenador, de piedra granítica y
custodiado en lo alto por un parral y en los laterales por distintos rosales,
era el sitio perfecto para escribir; para leer cualquier estancia era adecuada,
pero, tal vez, el porche era el lugar más apropiado en el que plantar una
mecedora sobre la que pasarse las horas.
Todo sonaba muy bien, sin embargo,
los largos años que llevaba deshabitado el lugar convertían su potencial atractivo
en una ardua empresa. Había que pintar paredes, arreglar ventanas, limpiar a
fondo, sustituir todo el cableado, cambiar tuberías y, sobre todo, instalar una
chimenea que permitiese superar los meses de invierno que estaban ya al caer.
Así las cosas, el primer mes y medio
de la nueva vida de Noelia transcurrió sin apenas sobresaltos y alejada de la
vida social roncalesa. Sin embargo, dos hechos trastocaron en parte los planes
de la valiente aventurera.
El primero de ellos, le hizo especial
ilusión. Un buen día, mientras arreglaba una de las vigas que soportaban el tejado
de su habitación, advirtió la existencia de un altillo camuflado al que, como buena
curiosa, no dudo en subir. Una vez dentro, y sorprendida por la profundidad de éste,
se encontró con muchas reliquias; álbumes de fotos antiguas, bicicletas, juegos
clásicos y, de pronto, ¡un piano vertical de caoba de la casa M. Soler e Hijos!
Tras varios días ingeniándoselas para
encontrar el método adecuado con el que bajar el piano sin dañarlo, descubrió
que la única posibilidad era desmontarlo todo lo posible e ir bajando pieza por
pieza. Así lo hizo.
Empezó desmontando la caja del piano
con mucho cuidado para no dañar los macillos, el clavijero y las cuerdas. El
trabajo fue muy meticuloso y, tras dos días sin descansar, la parte superior
del piano descansaba ya sobre un colchón viejo en el que, temporalmente, no
podrían tumbarse los perros.
Los siguientes días, cuando ya
estaba bien entrado el mes de diciembre y habían caído las primeras nevadas que,
sin ser muy copiosas, empezaban a teñir de blanco el paisaje, fueron algo más
duros. Sin duda, la varilla del pedal y todo el mecanismo que existe tras la
tapa armónica son los elementos más delicados del piano y Noelia estaba
sufriendo mucho al ver frustrados sus intentos de desmontaje inofensivo. Finalmente
desistió y asumió con gran resignación que ella sola no podría conseguirlo.
El segundo sobresalto, en este caso algo más inquietante que el anterior, se lo había generado un señor que se pasaba las horas del día y de la noche apoyado en la baranda del jardín del caserío de enfrente con semblante serio, sin hablar con nadie y en posición de espera incansable. ¿Qué le pasaría? ¿Por qué nadie se paraba a hablar con él? ¿Viviría sólo?
Todas esas preguntas llenaban de
intriga a Noelia que, sin embargo, todavía no se había atrevido a interactuar
con la gente del lugar más allá de con un tendero del mercado que parecía querer
un acercamiento más profundo, pues sino ¿cómo se explica que le regalara siempre algún pescado de su puesto cuando era conocido por todos como “el roñas”?
Al margen de “el roñas” y de la
ferretera -quien se estaba haciendo de oro a costa de Noelia- los demás habitantes
del Roncal no parecían estar muy felices con la llegada de la “capitalina” a su
pueblo. Todos, con la excepción del
vecino contemplativo, sospechaban de la recién aterrizada pues, en los marujeos
diarios, no se comentaba, sino, que era una arpía con negocios oscuros y que
por eso no salía de casa.
- “En mi tiempo, jugábamos a tirar piedras
a los ermitaños”. Llegó a señalar, a modo de propuesta en cubierta, el Sr.
Manolo (antiguo alcalde del pueblo).
A pesar del hostil recibimiento, que
en parte era entendible, Noelia no se arrepentía de haber dejado atrás la
capital y estaba deseando poder rematar las faenas hogareñas para empezar a
interactuar con la naturaleza y, tal vez, con esa gente a la que tan poco
atraía su presencia.
Sin haberse dado cuenta, habían pasado ya más
de dos meses desde su llegada a la serranía y, pronto, tendría que regresar a
la ciudad para pasar la Navidad con su familia. Sería la primera vez que dejaba
su nuevo hogar y, antes de que eso pasará, quiso hacer vida de pueblo para que,
a su regreso, todo fuese más fácil.
Noelia empezó a desayunar diariamente
en el único bar que había en el pueblo. Estaba justo al lado del Ayuntamiento y
era, sin duda, el lugar más concurrido y el más apropiado para hacer despegar
su vida social.
La conexión entre los roncaleses y
Noelia fue ganando fuerza rápidamente. Ella, además de ser muy guapa, tenía una
simpatía absolutamente arrolladora y conquistaba rápidamente a todas las gentes
que tenía cerca. Los roncaleses, a pesar de aparentar un hermetismo propio de la
gente tozuda y cabezota, eran pura bondad y pronto se entregaron a su nueva vecina.
El día veintitrés de diciembre,
sabiendo que Noelia se iría a pasar las Navidades con su familia a la ciudad, por
iniciativa popular se convocó en la vieja fragua del pueblo una cena para
nombrar “roncalesa de adopción” a Noelia. A la cena fueron convocados, a golpe
de corneta (conducto oficial en aquel lugar), todos los vecinos del pueblo.
Además de buen asado, fantásticas
hortalizas y un maravilloso vino cosechero, la velada fue amenizada por unos
joteros maravillosos que, según se comentaba, eran descendientes lejanos del afamadísimo
tenor Julián Gayarre. Con el alcohol habiendo conquistado la práctica totalidad
de las gargantas del pueblo, todo el pueblo, tras agotar el repertorio del
folclore popular y de los villancicos navideños, siguiendo la tradición, quiso
despedir a Noelia -cuya retirada temprana era impuesta por el viaje del día
siguiente- entonando el “no te vayas de Navarra”.
Noelia, embriagada de felicidad en
su regreso a casa, pensaba en lo acertada que había sido su decisión de mudarse
al Roncal. De pronto, cayó en la cuenta de que el vecino contemplativo que
vivía postrado en la baranda del caserío de enfrente no había ido a la fragua y
decidió ir a hacerle una visita para presentarse oficialmente.
Estando a escasos metros del caserío,
Noelia escuchó el ladrido nervioso de Tristán e Isolda. Echó a correr sabiendo
que algo extraño estaba pasando. El cuerpo del vecino estaba tendido boca
arriba sobre el suelo y en su mano ablandada posaba un sobre en cuya solapa
decía “Für Noelia”.
Tras comprobar que el hombre estaba
muerto, Noelia abrió el sobre y empezó a leer el contenido de lo que parecía
ser una carta:
“Querida Noelia:
Disfruta,
tanto como yo, del piano.
¡Feliz Navidad!
Tuyo
siempre, el vecino contemplativo”
FIN
Coloradín Perborato
Noelia me ha regalado la posibilidad de crear un relato cuyo final decide el lector. Estas Navidades, como muchas otras, habrá mucha gente sola por decisión por imposición o por necesidad.
La Navidad me invita a pensar que todos somos lo que sentimos y no siempre lo que creemos ver es lo que somos.
Noelia no ve,
pero sí siente. Noelia, en francés, significa Navidad.
¡Sintamos la
Navidad!
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