MAROLA RESUENA EN EL OÍDO. Crítica a La Tabernera del Puerto (Teatro de la Zarzuela; XX y XXI/XI/MMXXI)


                        ¿Se imaginan Vds. ser los legítimos herederos de una inmensurable fortuna y no poder nunca llegar a hacer uso y disfrute de la misma por desconocer su existencia? Pues bien, aunque pueda parecer una pregunta quimérica, lo cierto es que los españoles -aunque no sólo los españoles- tenemos la dicha de ser herederos de una inmensa ristra de artistas geniales que, a lo largo de los siglos, con sus creaciones, han construido un fondo cultural que no tiene parangón en el mundo.

                        Sin embargo, ese fondo cultural se ha afondado tanto que, por desgracia, son muchas más las personas que pasan a mejor vida ignorando la existencia de aquello que las explica que aquellas que, por circunstancias de distinta índole, aunque sea mínimamente, han podido penetrar en lo que, sencillamente, responde al porqué de sus costumbres y cultura.

                        Entre toda esa riqueza cultural cada vez más abandonada, la mal llamada música culta ocupa un lugar de privilegio.  Todos los italianos han oído hablar de Gioacchino Rossini pero si en España se cita a Manuel García -que algo tuvo que ver en la fama del gran pesaresi- hasta en Sevilla se pensará en el vecino del cuarto. Asimismo, Joaquín Rodrigo puede sonar a delantero de futbol; Granados ser confundido con un vetusto torero; y, tal vez, Albéniz sonar a instituto de barrio.

                        Ahora, con motivo de la reposición, tras distintos intentos del todo gafados,  de La Tabernera del Puerto en el Teatro de la Zarzuela, cumple recordar la figura del maestro Pablo Sorozábal quien, treinta y tres años después de fallecer, es un completo desconocido para la mayoría de los hispani mortalis.

                        El compositor y director de orquesta donostierra llegó a la música por casualidad. Quién sabe que hubiese deparado el futuro al gran cascarrabias si, en su día, no hubiese decidido hacer novillos e iniciarse en eso que ahora se llama lenguaje musical -solfeo de toda la vida- descubriendo un mundo nuevo lleno de posibilidades que terminaría por permitirle conocerse así mismo.

                        Es claro, no obstante, que el recuerdo de todos los compositores exánimes pende del cuidado y el mimo con el que sean tratadas unas obras que suelen exigir interpretes (cantantes, batuteros, directores escénicos, decoradores…) de muy alta cualificación.




                        A mis veintisiete años, no recuerdo el número de Taberneras a las que he asistido como espectador. Me aventuro a afirmar que no han sido menos de diez en, al menos, cuatro producciones distintas y, desde luego, en teatros y auditorios de muy distinto nivel. Si a  ello se añade el hecho de que en la adolescencia quemé los discos que había en casa de la obra de Sorozábal -por un lado, la versión interpretada por Domingo, Bayo, Baquerizo y Pons; y, por otro lado, la de Kraus, Barclay, Cesari y Algorta- se puede afirmar que la obra me suena un poco.

                        La producción de la que, a continuación, se hablará, ya me había permitido viajar a Cantabreda con anterioridad y lo cierto es que -ya anticipo- al igual que los anteriores viajes ha reinado el disfrute y el placer máximo que sólo se obtiene al recibir algo que, sencillamente, es bello y cautivador.

                        Cantabreda es un pueblo, imaginado por un vasco, que se sitúa en la cornisa cantábrica, sin especificarse mucho más, inmediatamente antes de la llegada de la Guerra Civil. Aunque los cántabros zarzueleros se pelearán por situar la taberna en Cantabria y los vascos en Euskadi, lo verdaderamente relevante es que existe una taberna dirigida por una apuesta tabernera cuya presencia, por un lado, trae de cabeza al jocoso dueño del otro bar del puerto, “El Vapor”, y, por otro lado, tiene embobada a todos los hombres tabernarios del pueblo

                        El ambiente es marinero y, desde mi perspectiva, es una obra costumbrista que evidencia realidades que, a día de hoy, aunque sea a modo de vestigios residuales, siguen siendo advertidas en todo el norte de España. El matriarcado, la nobleza mezclada con la tozudez, la pendencia del estado de la mar, los acordes del acordeón, el trueque y el contrabando definen, aún hoy, el carácter de muchas de las gentes que habitan en pueblos de Galicia, Asturias, Cantabria y Euskadi.

                        En lo musical, como suele ocurrir en las obras de Sorozábal, encontramos distintos leimotivs que se van sucediendo a lo largo de los tres actos en los que se estructura la obra, y las romanzas y los dúos principales suelen traer al recuerdo otras grandes arias y dúos de la ópera. Cuando uno escucha la romanza de Juan de Eguía del final del segundo acto “no te acerques” se acuerda del “Cortigiani, vil razza dannata” de Rigoletto, o, en el mismo sentido, el dúo del temporal del tercer acto entre Leandro y Marola recuerda a una escena célebre del Holandés Errante de Wagner.

                        Expuesto todo cuanto antecede, me centraré ahora a valorar, desde el prisma del simple aficionado, la interpretación realizada por los solistas protagonistas que participaron en las representaciones del sábado 20 y del domingo 21 de noviembre del año en curso.

                        I.- Marola es la protagonista de la obra. Aunque tarda en entrar en escena, la trama gira entorno a un personaje que, en los dos elencos que nos propone el coliseo madrileño, es representado por dos cantantes del más alto nivel.

                        Sofía Esparza nos conquistó el sábado volviendo a demostrar, como ya hiciera la temporada pasada al interpretar una magnífica Rosa en El Rey que Rabió, que es una de las voces con más proyección del panorama lírico internacional. Posee una voz de soprano lírico-ligera (más lírica que ligera) que destaca por un timbre de una belleza extraordinaria. Tiene absoluto dominio de la línea del canto, mucha facilidad en el registro agudo, un paso de voz limpio y una dicción que permitiría tomar apuntes a las mecanógrafas más aptas. En la parte actoral también demuestra una soltura que, impropia en quien lleva pocos años sobre las tablas de los teatros de primer nivel, convence desde el primer momento y ayuda mucho a inmiscuirse en el desarrollo de la trama. Muy destacable su interpretación en la romanza “en un país de fábula”, en el duelo con las mujeres celosas “de que tengo la culpa” y en el terceto con Abel y Ripalda “Marola resuena en el oído”. En definitiva, mucha atención a la carrera de la navarra.

                        El domingo fue el turno para la veterana María José Moreno. La granadina afincada en Oleiros es una de esas figuras que pisan el escenario con aplomo a causa de su importante bagaje profesional que la hace ser muy respetada y admirada en todos los teatros líricos. No recuerdo cuando fue la última vez que tuve la suerte de oírla cantar en directo, pero, sin embargo, sí se con certeza que era una de las imprescindibles en los programas de las óperas y zarzuelas a las que iba de pequeño de una forma menos consciente. Al contario que Sofía, Moreno es más ligera que lírica y, tal vez, eso me llevase en algún momento a añorar un poco más de cuerpo en ciertos pasajes de la partitura. Sin embargo, su técnica absolutamente depurada le permite cantar de una manera absolutamente fácil y elegante que agrada durante toda la representación con momentos que pueden resultar del todo sensacionales. Aunque en ningún momento se aqueja dicha circunstancia, en la faceta actoral resulta mucho menos convincente que en la parte canora. Muy destacada interpretación de una de nuestras grandes sopranos.

                        II.- Leandro es un joven enamorado de Marola que, con gran valentía y con la finalidad de conquistar el amor de la tabernera, se expone a distintos peligros. Todos le conocen por interpretar la manida romanza “no puede ser”.

                        Por primera vez, al menos de manera consciente, el sábado escuchaba cantar al tenor mallorquín Antoni Lliteres. Posee una voz de tenor lírico de cierta belleza y de ajustado volumen que le hace perfectamente “oíble” en todas las localidades de cualquier teatro lírico del mundo. Considero, con toda honestidad, que empezó algo frio y que a medida que fueron pasando los minutos fue encontrándose más cómodo terminando por realizar una buena interpretación de su rol. Aprecio que, tal vez, hay margen de mejora en el paso de la voz ya que, en ocasiones, parece que se abusa de algún apoyo algo extraño. El dúo del temporal a bordo del barco fue interpretado fantásticamente bien por un tenor al que se le augura una carrera destacable en el mundo de la lírica. Ojalá sea así y podamos disfrutar en cantidad y calidad de él durante muchos años.

                        Antonio Gandía, quien realizó el rol del tenor el domingo, está curtido en mil batallas y tiene muchas tablas además de ser un gran cantante en el que ha dejado poso Alfredo Kraus y su afama técnica. Yo ya le había visto en el año 2018 en esta misma producción cantando con Sabina Puértolas una de las pocas representaciones que pudieron realizarse y, luego, en el Palau de las Arts de Valencia cantando con la sublime Marina Monzó. Es un Leandro de libro y si bien, a mi juicio, hubo momentos en los que la voz sonaba algo menos fresca que en anteriores ocasiones, su interpretación de este rol siempre es, al menos, de notable alto. Fue muy braveado por todo el teatro al terminar el “no puede ser” y, desde luego, se puede decir que formó una gran pareja con María José Moreno.

                        III.- Juan de Eguía es el papel con mayor desdoblamiento de la obra y, a mi juicio, el más profundo y bello de interpretar por exponer una vida interior que invita a la reflexión. Es un buen hombre confundido por las imposiciones sociales.

                        Salvo muy raras excepciones, parece que los barítonos del pasado han desparecido y que debemos resignarnos a escuchar voces de baritenores interpretando roles que requieren una anchura y oscuridad en la voz que pocos ofrecen. Antes del sábado, no había escuchado cantar a Rodrigo Esteves más allá de alguna grabación de youtube en la que, por cierto, su voz suena más ancha que en el teatro. Se advertía fácilmente que había preparado el personaje a conciencia y que, conociendo sus limitaciones, quiso sacar partido a sus virtudes. Terminó mucho mejor que empezó y se puede decir que su interpretación del segundo acto fue mucho más que aceptable. Deseando volver a escucharle para formar una opinión más sólida al respecto.

                        El domingo fue Damián del Castillo el que se puso en la piel del padre de Marola. En general, y aunque posee una voz más grande que el anteriormente citado, el balance que hago de la interpretación de ambos barítonos es parecida. El jienense conoce perfectamente sus virtudes y sus limitaciones y exprime dicha circunstancia con el mejor acierto. No es una voz imponente y ello unido a lo difícil que es cantar zarzuela termina por convertir su actuación en desigual con momentos ciertamente buenos y otros que son más discutibles. Tito Gobbi -barítono que cantaba todo con Callas- dijo en alguna ocasión que los barítonos italianos de su época se retaban a cantar romanzas de zarzuela por lo difíciles que eran.

                        IV.- Simpson es un papel entrañable que representa a un borracho tan bonachón como bocazas que siempre está en el lugar dónde se suceden los acontecimientos.

                        Tanto el sábado como el domingo el papel del bajo fue interpretado por quien ya hace las veces de bajo titular del coliseo madrileño; Ruben Amoretti. Su caso es particular porque empezó cantando de tenor y, por circunstancia médicas que desconozco, terminó por cantar de bajo barítono. Tiene muchísimas tablas y es un seguro de vida para el Teatro de la Zarzuela ya que sus actuaciones son siempre buenas. Aunque no llega a impresionar en ningún momento, no falla y siempre está a un nivel óptimo en lo canoro y más que notable en lo actoral. El domingo se braveó mucho su interpretación del “despierta negro”.

                        Además de los papeles protagonistas que acaban de ser descritos, en la obra tiene peso otros papeles secundarios que merecen una mención especial por haber sido interpretados de manera muy notable.

                        En primer lugar, Antigua y Chinchorro son la clásica pareja cómica tan típica de la zarzuela que, en esta ocasión, la conformaron unos muy acertados Vicki Peña y Pep Molina. Es cierto que al divertido dúo “ven aquí camastrón” se le puede sacar más partido a nivel canoro pero es, igualmente, cierto que ya no abundan perfiles como el de Enriqueta Serrano (mujer del autor de la obra) o Selica Pérez Carpio quienes, además de ser grandes actrices, tenían un gran nivel canoro.

                        Fantástica, una vez más, Ruth González en el papel más tierno de toda la obra; el de Abel. Es una gran actriz, absolutamente entregada a su oficio, que además tiene una buena voz y sabe lo que es cantar. Muy aplaudida con mucho merecimiento.

                        Ripalda también fue muy bien interpretado por otro habitual en las tablas de la calle Jovellanos; Ángel Ruíz.

                        El coro estuvo a un nivel muy alto en todas sus intervenciones y la orquesta, bajo la dirección algo sosa del maestro Oliver Díaz, fue de menos a más en las dos representaciones.

                        Mario Gas propone una escenografía, que incluso nos adentra en la mar, digna de la obra evidenciando que la excusa de la necesidad de modernizar la zarzuela para atraer, sin importar desvirtuar la esencia de la obra, es eso; una excusa barata que no se puede comprar. Fantástica la iluminación también.

 

                        En Italia, Francia y Alemania "venden" su música porque la conocen, ¿por qué en España no?

 

Coloradín Perborato.

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