Crítica a Los Gavilanes
(Teatro de la Zarzuela; x/x/MMXXI)
El aterrizaje de la nueva producción de un clásico zarzuelístico, como lo es sin duda Los Gavilanes, era tan atractivo que, desde un principio, a todos nos hacía presumir lo que, felizmente, terminó por confirmarse; éxito rotundo.
La
obra del maestro Guerrero, que llevaba alejada del coliseo madrileño más de dos
décadas, y de la que quien más quien menos es capaz de tararear alguno de sus
preciosos pasajes, se vende sola y no precisa ser envuelta en esos acicates con
los que tan habitualmente se pretende atraer a un público que, una vez más, ha
demostrado quedar rendido ante lo clásico y rehuir de las recurrentes
modernizaciones absurdas que, por mucho que se empeñen, generan rechazo y
terminan atentando contra el espíritu del compositor y de la obra.
No
obstante, una huelga convocada por los técnicos del INAEM, que
intencionadamente se hizo coincidir con la
fecha y la hora de la representación con la que se había pretendido estrenar la producción, nos dejó con la miel
en los labios a los que, con entrada en mano, esperábamos impacientes el regreso
a la aldea de aquel indiano -Juan- que, a pesar de volver con grandes riquezas,
se ve obligado a resignarse a los estragos que impone un indomable paso del
tiempo que le impediría conquistar a una bella Rosaura -hija de su antigua
novia Adriana- rendida a los brazos del apuesto Gustavo.
Al
contrario de lo que pasó hace pocos años en La Tabernera del Puerto, la huelga
actual tenía carácter fugaz, y no habría que esperar mucho para, por fin, ver sobre
las tablas del cumpleañero teatro -nada más y nada menos que ciento sesenta y
cinco otoños de vida- a Juan Jesús Rodríguez, M.ª José Montiel, Ismael Jordi y
Marina Monzó. Un día antes, el sábado, se había presentado al público un
segundo elenco, al que yo todavía no he podido ver, formado por Javier Franco,
Sandra Fernández, Alejandro del Cerro y Leonor Bonilla.
La
salida de Juan “mi aldea cuando el alma se recrea al volverte a contemplar…”
es uno de esos pasajes temidos por todos los barítonos que cantan zarzuela.
Hasta llegar a la zona central de la romanza, “…. pensando en ti noche y día”,
es tan alta la tesitura en la que habría que cantar que, por desgracia, es
frecuente que se transporte medio tono baja para que muchos intérpretes puedan afrontarla.
No fue así en esta ocasión y lo cierto es que Juan Jesús Rodríguez, mucho
más errático en el recuerdo de otras producciones reciente, estuvo de principio
a fin a un nivel muy alto demostrando sentirse muy cómodo con una partitura que
suele traer de cabeza a los barítonos. No
hubo un solo momento en el que el cantante onubense mostrara alguna flaqueza y,
a mi juicio, su interpretación del “no importa que al amor mío” fue de lo más sobresaliente
de la noche. En la parte actoral, sin embargo, la interpretación resulta mucho
más mediocre y, aunque cumple, no resulta cautivador.
María
José Montiel es una mezzosoprano lírica de reconocidísimo prestigio
internacional y, sin duda, es una muy buena cantante. Sin embargo, a mi juicio,
el rol de Adriana no es para su voz y eso hizo que su canto no fuese cómodo en
ningún momento. Con un fiato algo justito y unos agudos, aunque colocados, algo
forzados, sus mejores momentos coincidían con los pasajes centrales de la
partitura. Como su voz es rica en volumen y está dotada de un timbre muy bonito,
su interpretación termina por resultar agradable y afín a la del resto de
protagonistas. El dúo del perdón con Rosaura es uno de los pasajes más
emocionantes de toda la obra y, a mi juicio, fue dónde la cantante madrileña
estuvo más acertada. Más creíble que Juan Jesús en la parte interpretativa.
De
los cuatro protagonistas, Gustavo es el que más tarda en entrar en escena si
bien se deja oír su voz a lo lejos justo antes de la irrupción de Adriana en
escena. Al igual que sucede en la Carmen de Bizet, una flor es la protagonista
de la romanza por excelencia de este rol de tenor que, por delicado y romántico,
suele ser interpretado por tenores líricos o, en su caso, lírico-ligeros. Ismael
Jordi, algo soso en la parte actoral, es un tenor muy adecuado a lo
requerido por la partitura y vuelve a demostrar una línea de canto y un gusto
musical muy destacables. Si hubiese que poner algún pero, y aunque asumo que su
nivel fue notable en todo momento, diría que abusa de los portamentos, de la
media voz y de los pianísimos.
La
otra solista, en este caso interpretando al personaje en torno al cual gira la
obra, fue Marina Monzó. A pesar de ser la más joven de ambos elencos,
como ya he dicho en anteriores ocasiones, es una de las mejores cantantes del
panorama lírico mundial. La Rosaura le queda pequeña por todas partes porque no
tiene, siquiera, una romanza para lucir el impresionante instrumento que posee.
Es una de las voces más bonitas que se recuerdan y demuestra un nivel altísimo a
pesar de no querer destacar sobre los demás. Sus dúos con Gustavo y Adriana son dos de los
momentos más emocionantes de la representación. En la parte actoral fue, sin
ningún lugar a dudas, la mejor los cuatro demostrando que, si perdiera la voz,
podría ser una actriz de primera línea. Un diez.
Por
lo demás, habría que destacar el buen nivel de un coro que, a pesar de quedar
corto de voces, consigue transportarme a la más tierna infancia con el “pescador
de tu playa te alejas”. La orquesta, también algo corta de profesores,
suena bastante correcta y consigue crear un ambiente adecuado a lo que requiere
la partitura. Destacar la buena faceta interpretativa de Lander Iglesias y
Esteve Ferrer que, junto al resto del reparto, consiguen que la parte actoral resulte
más que aceptable.
Resulta
ilusionante y esperanzador volver a ver colmadas todas las butacas de un teatro
que, en los últimos tiempos, a causa de las limitaciones de aforo, lucía una
imagen apesadumbrada. El alma, de alguna manera, se recrea al volver a
contemplar un lleno hasta la bandera.
Coloradín Perborato
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