Entre las infinitas aficiones que existen en la diversidad de un mundo cada vez más global, y aunque cada vez seamos menos, algunos “raros” sometemos parte de nuestra existencia a los gozos y las sombras que regala la más grande expresión artística, psicológica y social que jamás se haya creado; la ópera.
Sin embargo, si uno todavía
resulta jovial a los ojos de quien le mira, debe acostumbrarse a vivir, en
tanto en cuanto se le presuma juventud, con la obligación y la necesidad de
justificarse y excusarse por haberse entrometido en un campo de batalla que,
como el de los bastones o el de las canas, pareciera estar reservado en
exclusiva a aquellos que ya reciben el sol por la espalda y son malvadamente tachados
de “viejos”.
Siendo así las cosas, y
como ocurre con aquellos que cojean o con los que lucen cabellos nevados desde
tiempos bien tempranos, los que llegamos a las puertas del fascinante mundo de
la lírica con una prontitud harto chirriante para la sociedad normalizada,
somos vistos por ésta como unos intrusos que, con alguna tara, amenazan con
romper la armonía que se encarga de imponer esa estúpida moda que, muchas
veces, gobierna nuestros actos y reprime nuestras emociones.
El que escribe esto,
además de presumir en voz muy alta de representar esa suerte de intrusismo
social, siente cierto orgullo conquistador por haber librado más de una
batalla contra el estigma social al que se ha hecho referencia y, sobre todo, por
haber comprobado como, por encima de cualquier cuestión fisiológica, las
puertas de la ópera y sus distintas variantes están abiertas, contra lo que muchos
creen, a todos aquellos -jóvenes, medianos y mayores- abiertos a un apasionamiento
y a una imaginación que, en muchas ocasiones, regala la maravillosa experiencia
de poder vivir más de una vida.
Cuando se entra a un
teatro de ópera, si se llega porque uno quiere y nadie se lo ha impuesto, se
inicia un viaje lleno de emociones y de fantasía que, al igual que sucede con el
fumador social que termina sucumbiendo a los encantos de la nicotina, puede convertir
a un viajero ocasional en drogodependiente apasionado.
Los
días de representación, a medida que se va acercando la hora del inicio, en las
inmediaciones de los templos de la lírica surge un ambiente muy atractivo para la
observación del que llega sólo. Con el prisma enfocado y bien a punto, se podrá
advertir como mientras unos, los más, llegan con ganas de lucir presencia y
hacerse notar; otros, más centrados en la esencia del espectáculo, prefieren
pasar desapercibidos y rehúyen los corrillos previos. También los hay, y no son
pocos, que compendian ambos perfiles en uno sólo más propio de aquellos que se
han dejado llevar sin mayor interés que el de pasar el rato.
Una vez superada la barrera de las acreditaciones ante el personal del teatro, prueba que a veces resulta muy complicada por la habitual concurrencia de despistes y de los bastones antes citados, empieza una experiencia común a otros espectáculos que termina por hacernos olvidar la vida mundana que se observa desde fuera.
Encontrar la butaca que
se ocupará las próximas horas es apasionante. Siempre he creído que la butaca
de un teatro, de un cine o, incluso, de un tren o de un avión, es una suerte de
familiar inanimado cuya compañía, como en el caso de los parientes, puede caer
en tan en gracia como en desgracia.
Sin embargo, el primer
encuentro con la butaca en los espectáculos líricos o sinfónicos es mucho más
seductor que el que se da en espectáculos de otra índole. Oír afinar a los
profesores de una orquesta semiescondida en un foso, aunque muchas veces es un
hecho que pasa desapercibido en el recuerdo del espectáculo, es una de esas
experiencias entrañables que de desaparecer añoraríamos con cierto desconsuelo.
El rito de la afinación,
con esos sonidos poco cotidianos regalados a los oídos de los comparecientes, termina
de ambientar a los concurrentes y, a algunos, nos hace recordar la tendencia que
todos tenemos a respetar poco al silencio.
Tras cumplir su función
el concertino, y mientras se escuchan los últimos sonidos provenientes de unas
tablas ocultas tras un gran telón lleno de misterio, los primeros aplausos los
conquista el maestro al hacer acto de presencia antes de que, desde lo alto de una
peana, tenga a bien dar saludo a un público al que, no obstante, terminará por dar
la espalda durante todo el espectáculo.
Empiezan a sonar los
primeros acordes y, con ellos, nuestra interacción con el maravilloso lenguaje de
la música. Normalmente, aunque no siempre es así, las oberturas o los preludios
nos presentes a algunos de los leitmotiv que irán sonando a lo largo de toda
la representación. La imaginación empieza a volar muy alto.
Cuando
menos se espera, de pronto, alguien, demostrando que la voz no sirve solo para hablar,
empieza a acompañar a la orquesta cantando. Vaya…¿será mi voz un instrumento de
música apagado?
A diferencia de lo que
ocurre con los violines, los pianos o los clarinetes, cada voz es única y,
aunque lo intentemos, nos resultará imposible encontrar dos voces iguales. De
hecho, a medida que concurren en el palco escénico los distintos personajes, tomaremos
partida por aquellas voces que más nos agradan.
Las vestimentas de los
personajes llaman la atención del espectador que, sin pretenderlo, empieza a
contextualizar la trama en los lugares y los tiempos que, con mayor o menor
acierto, insinúan los decorados, atrezos y el propio vestuario impuesto por el
director escénico. ¿Habrá, entre el público, mujeres y hombres cultos que
relacionen lo que ven y escuchan con acontecimientos históricos u otras
creaciones artísticas?
Algunos, lo más
voluntariosos, a pesar de no entender el texto por desconocer el idioma en el
que se está cantando, se esfuerzan por no perder el hilo de las lecturas
proyectadas en las pantallas del teatro. Sin duda, es tan recomendable hacerlo
como hacerlo con la suficiente agilidad como para no perderse lo que pasa en
escena.
Mientras los profesores
de la orquesta continúan tocando sus compases de forma disciplinada siguiendo
las instrucciones de quien permite la compenetración de todos, irrumpe en
escena un coro en el que se pueden distinguir distintos colores y timbres de
voces.
La gente del público
adopta distintas posturas. Unos miran los teléfonos sin parar para matar el
aburrimiento que les supone aquello que no están entendiendo; otros se relajan
y aprovechan la música de pretexto de descanso; y otros, los más entusiastas, continuamos
metidos de lleno en esa vida paralela de las emociones que, en ocasiones, nos hacen
creer que la música suena gracias a los movimientos de batuta (imaginaria) que
hacemos desde nuestro asiento.
Viajar con la lírica no supone
viajar siempre al mismo destino. Los dúos y las arias belcantistas las arias llevan
al viajero a soñar como poder andar, sin hundirse, sobre las aguas profundas. Empaparse
de verismo sirve, sin duda, como terapia emocional profunda que obliga a replantearse
el sentido de la existencia. Con Wagner y sus imitadores, el viaje es
estresante y sólo el final de este nos permite escuchar esa respiración, la
nuestra, que creíamos haber perdido mientras nos quedábamos sin aire al seguir
unos compases que se entrelazaban de una manera casi infinita.
Dicen que la ópera es
sólo para los viejos. Yo creo, sin embargo, que la ópera es sólo para aquellos
que tienen la capacidad de sentir, desde que nacen hasta que se mueren, algo más
que frio en el invierno y calor en el verano.
Con la ópera algunos
sentimos la existencia de unos compositores desaparecidos que, sin embargo,
siguen interactuando con nosotros. Ellos nos acercan a un tiempo, el suyo y el
de sus personajes, al que viajamos con la ilusión seguir creando.
La ópera es el encuentro
de la historia, con la psicología, con la música, con el teatro, con la sociología,
con la literatura y con la estética. La ópera es una manera profunda de
observar y sentir la existencia.
La ópera, evidentemente,
no es (sólo) para viejos.
Coloradín Perborato.
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