Ciertamente, hasta la fecha,
no he tenido demasiadas experiencias como invitado a bodas; se cuentan con los
dedos de dos manos. Sin embargo, entre lo vivido y lo percibido, uno es lo
suficientemente capaz como para plantearse la necesidad de reflexionar sobre
aquello en lo que, más allá del mero casamiento, están derivando los eventos
nupciales.
Ya en la Antigua Roma las
ceremonias por las que se producía la “unión” entre hombres y mujeres -todavía
no se contemplaban los matrimonios entre personas homosexuales- trascendían
mucho más allá de lo meramente religioso, convirtiéndose en acontecimientos
sociales que ponían a prueba a todos los que concurrían en ellas; novios,
sacerdotes e invitados.
Si ahora existe lo que
cursilisimamente se conoce como wedding planner, en la Roma Clásica, así
lo acreditan entre otros los conocidos revelos quejosos de Salvio Juliano, ya
había que cumplir ciertas exigencias que requerían de una seria planificación
previa a la ceremonia matrimonial. De hecho, era tal la planificación en
ciertos periodos de aquel tiempo que fueron muchos los novios que llegaron al
altar sin siquiera haberse visto antes.
Además, sorprende sobremanera
el contraste entre aquellas costumbres mantenidas y aquellas que, aun
teniéndose por perpetuas, son bastante jóvenes. A modo de ejemplo de lo primero
puede destacarse el papel primordial que, antes y ahora, se concede al anillo,
al vestido de la novia o al peinado de ésta.
Pero, entrando ya en la
batalla que se pretende dar con este artículo, me interesa mucho meditar en voz
alta sobre una moda que, aunque cada vez resulta más duradera, es bastante
nueva y a mí, particularmente, además de horrorizarme me hace plantearme la
deriva constante a la que estamos sometiendo a una especie cada vez más
impersonal y corriente; la humana.
Si la segunda mitad del siglo
pasado se caracterizó por la inclusión - como suerte de coacción- de una lista
de regalos sugeridos por los novios al invitado, ahora son Bizum e IBAN los
nombres que, sin discusión, suenan más antes y después de cada boda. Invitados
que, por otro lado, nunca fallan, y a los que, mientras unos ven con muy buenos
ojos, algunos injurian en voz muy baja.
Hace unos días, más de los prometidos, realicé una pequeña encuesta preparatoria en la que buscaba la participación de algunos amigos virtuales que me permite mantener vivos Instagram. En ella sondeaba cuanta gente estaba a favor y cuanta en contra de las listas de boda y del bizum/IBAN, y los resultados, ciertamente, resultaron mucho más ajustados de lo que había presumido en un primer momento: 8 votos a favor y 10 en contra.
Pero ¿cuál es la
relevancia de esta pregunta y que interés puede tener hacer un artículo al
respecto?
Como siempre, todo es relativo
y lo cierto es que a mucha gente le puede parecer absolutamente irrelevante la
cuestión que ahora planteo. Sin embargo, a mi me seduce mucho pensar en los
motivos que han llevado a la sociedad a acoger con absoluta naturalidad lo que
yo considero artificial y absolutamente contraproducente.
Entiendo, porque así me lo han
hecho saber algunos, que muchos de los que votan a favor de la nueva moda lo
hacen, fundamentalmente, aludiendo lo que califican como pragmatismo y
necesidad por facilitar las cosas al regalante y a los regalados. Aunque lo
entienda, no lo puedo asumir.
Y es que, advierto con mucha
preocupación como se presume que la contraprestación, al igual que izar las
servilletas al aire mientras los novios sacan a escena su requeteensayado baile
inicial, es un requisito sine qua non en las bodas modernas.
Unos invitan asumiendo con plena certeza que, a cambio, deberán recibir una
dadiva que, además, necesariamente ha de sentirse en unas cuentas corrientes
-las de los novios- algo maltrechas ante un desembolso que, al menos
parcialmente, será recuperado por la generosidad impuesta a los convidados. Lo
comprendo, más no lo asumo.
Termino, porque hay que
terminar, señalando que no reprocho a la gente que incluye en las invitaciones sus números
de cuenta para ahorrar a los invitados el tener que pedirlo. Se están perdiendo
las buenas costumbres y el presunto pragmatismo parece no casar del todo bien
con el buen gusto.
Sean dichosos aquellos
inocentes que creyeron en la voluntariedad de los regalos.
Sean dichosos aquellos
inocentes que creyeron que celebrar el matrimonio era exclusivamente un acto de
amor.
Sean dichosos aquellos
inocentes movidos por la ilusión de querer regalar.
Sean dichosos aquellos
inocentes que celebran lo que hay que celebrar sin esperar a cambio aquello que
recibirán.
Sean dichosos los que se casan porque quieren, como quieren, con quien quieren y ante quien quieren.
PD: Añado una sugerencia que me ha hecho una vasca muy madrileñizada que, soprendentemente, dice estar a favor de los convidados de moda. Las invitaciones a bodas ya no existen, ahora son entradas.
Coloradín
Perborato.
Comentarios
Publicar un comentario