Cuando
yo nací, allá por el año 1994, la Guerra Civil había terminado hacía más de
cincuenta y cuatro años; Franco llevaba muerto casi diecinueve; la Constitución
Española todavía no había alcanzado la mayoría de edad; y el Palacio de la
Moncloa estaba ocupado, desde hacía ya doce años, por un sevillano elocuente e
inteligente, Felipe González (PSOE), que se convertiría, además de en el primer
presidente de Gobierno socialista desde la Transición, en el que más tiempo
estaría en el ejercicio de tan honorable cargo.
Antes
que él, dos gallegos y deportivistas como yo, Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo
Sotelo (ambos de la UCD), habían tenido el honor de comandar el timón de España
en unos tiempos convulsos en los que, como todo el mundo sabe, los ruidos de
sables se hacían tan ensordecedores que ponían en jaque un nuevo régimen
político que, sobreponiéndose a no pocas amenazas, finalmente y por fortuna, se
asentaría en nuestro país.
En 1996, cuando yo todavía no
había cumplido los dos años, llegaría al poder el primer presidente de cuya
existencia fui realmente consciente; José María Aznar (PP). Éste, que ya había
sido presidente de la Junta de Castilla y León, sustituía a Manuel Fraga como secretario
general del citado partido y ganaba a Felipe González unas reñidas elecciones
que, con la perspectiva del tiempo, parece ser estuvieron muy marcadas por la sombra
de la implicación del Gobierno saliente en lo que se conoció como terrorismo de
Estado (los GAL).
A principios del año 2003, antes
de que los terribles atentados del 11 M pusieran a José Luis Rodríguez Zapatero
(PSOE) al frente de un ejecutivo que pilló por sorpresa a gran parte del país, yo
tendría mi primera experiencia relacionada con la actividad política. Fue en la
manifestación convocada en la Puerta del Sol contra la nefasta gestión -años
más tardé confirmada por mis propios medios- que el gobierno de Aznar realizó
en la crisis del Prestige que tanto daño causó a la fauna marina, y muy
especialmente, en mi adorada Costa da Morte. “Poco bigote que limpie el chapapote”
y “Nunca Máis” recuerdo cantar, repitiendo lo que oía a los demás manifestantes,
con la seguridad que me otorgaba el sentirme poderoso al aclamar lo referido desde
un trono muy particular; los hombros de mi padre.
Muy
poco después, con el popular todavía en la Moncloa, empezaba a advertir entre
los mayores un nuevo debate que creaba mucha confrontación; La Guerra de Irak y
la relativa participación de las tropas españolas en la misma. Por aquel
tiempo, evidentemente, mis conocimientos sobre geopolítica eran nulos y, aunque
tan sólo me preocupaba ver a mi ahora malogrado Dépor ganar la Liga de
Campeones, empecé a advertir que las guerras y el peligro de morir a golpe de
armas no era una cosa del pasado o de las películas como, hasta entonces, me
sugería pensar la plácida vida que llevaba.
A
los pocos meses, menos de un año, los ya citados atentados del 11 M me harían sentir
por primera vez miedo y tristeza. El miedo, sin duda, era fruto de sentir que
los míos y yo, aunque no hubiésemos hecho nada malo, éramos absolutamente
vulnerables y nuestra vida podía correr peligro; la tristeza, sentida y
profunda como nunca, era provocada por el saber de aquellas familias que, siendo
más o menos como la mía, habían sido golpeadas de una forma mucho más vil y
mezquina de lo que yo nunca había imaginado. En una Guerra, al fin y al cabo, nadie
puede desconocer la existencia del riesgo que acecha, pero ¿por qué habíamos de
empezar a tener miedo a coger un medio de transporte? Sigo sin entenderlo.
Nunca
olvidaré el trayecto de aquel día en coche hacía el colegio. Mis hermanos y yo guardábamos
un silencio sepulcral mientras escuchábamos con estupor las noticias locutadas por
Luis del Omo que hacían que la cara de mi padre fuese desencajándose. Ya dentro
del colegio, el ambiente era de calma tensa y mucho más al saber que un
profesor, que además era muy querido, iba en uno de esos dichosos trenes. Afortunadamente
Manolo salvó su vida, pero siempre tendré grabada en mi memoria la angustia transmitida
por unos profesores que esperaban temerosos la llegada de noticias.
Aunque
todavía no lo sabíamos, ese fue día el que cambió la política. En ese momento
se consumaba la vuelta al frentismo que había explicado la llegada de la Guerra
Civil y que, poco a poco, iría calando entre unos ciudadanos tan idiotizados
que llegaríamos a permitir que, con millones de parados y amenazados por la
amenaza secesionista de los partidos que, en su día, y aunque ahora se olvide,
habían pactado con el del bigote (Pacto del Majestic), el destino de los restos
de un señor muerto hacía casi medio siglo se convirtiese en la mayor preocupación
social.
La
más que probable implicación de ETA en los atentados del 2004 se intuye en
virtud de la “sorprendente” destrucción de las piezas de convicción (vagones
enteros) para la instrucción de la causa; la supuesta metralla que nunca llegó
a aparecer; el relato que pretendía hacernos pensar que los terroristas se
suicidaron y que éstos, además, llevaban doble capa de ropa interior; la profanación
de la jornada de reflexión; las declaraciones de los dirigentes vascos y del,
entonces, jefe de informativos de la Cadena Ser apuntando directamente a ETA
para, luego, por motivos desconocidos desmentirse a sí mismos; o el cerque a la
sede de Génova 13 por los precursores de Podemos, fueron el caldo de cultivo que
ha permitido que, ahora, estemos donde estamos.
Ni PP ni PSOE investigaron lo ocurrido y, en consecuencia, ambos partidos manchan la memoria de aquellos que fueron asesinados.
Con
Zapatero ya en el cargo, empecé a seguir más o menos diariamente la situación
política y entendí que el debate de las ideas me interesaba tanto que, incluso,
comencé a valorar la posibilidad -todavía vigente- de, cuando fuese mayor,
dedicarme a la política. Seguí con cierto interés los debates sobre la
aprobación del matrimonio homosexual, la retirada de las tropas de Irak y la
vergonzante creación de una ley conocida como “memoria histórica”.
Aunque
me divertía mucho seguir los debates parlamentarios, ya se atisbaba que el
nivel general no era muy elevado y, lamentablemente, observaba con frustración como
no conseguía convenir del todo con ninguno de aquellos señores mayores que
usaban la demagogia barata para tratar de desprestigiar, al contrario.
La
política de Zapatero, además de presuntuosa, fue absolutamente penosa y las
consecuencias de ésta totalmente desoladoras; en lo económico, colas del hambre
y paro juvenil por doquier; en lo social, nivel académico nefasto y confrontación
de género; en el panorama internacional; ruptura de relaciones con EEUU tras un
desprecio intolerable a la bandera del país más rico del Mundo; y en lo
institucional, corrupción salvaje.
Con
ese panorama, y viéndole las orejas al lobo, quiso aprovecharse de los artistas
en aquella patética campaña de la ceja, vendiendo promesas que nunca podría
llegar a cumplir porque las urnas le condenaron a una derrota electoral sin
paliativos ante un viejo conocido; Mariano Rajoy (PP).
La
Moncloa era conquistada de nuevo por un gallego que, en esta ocasión, destacaba
por tener una larga trayectoria en puestos de alta responsabilidad política tanto
a nivel autonómico como a nivel nacional. Grandísimo orador e impecable en las
formas, Mariano Rajoy realiza una política económica que da muy buenos resultados.
Sin embargo, toma muy malas decisiones en lo concerniente al “conflicto catalán”
y no es capaz de esconder la podredumbre existente dentro de un partido que
está tan manchado como el PSOE por la corrupción.
El
rescate de medios de comunicación quebrados -Grupo Prisa- que le encarga a su
vicepresidente, Soraya Saénz de Santamaría, le juega una mala pasada porque,
sin pretenderlo, da alas a una “izquierda” radical que va a atacarle sin piedad
y a explotar la corrupción de su partido mucho más de lo razonable mientras
oculta que en Ferraz se adolece de la misma podredumbre.
Así
las cosas, con sombras y luces, un seguidor de la política, que se plantea la
posibilidad de dedicarse a la cosa pública, se encuentra realmente desamparado
ante un panorama tan desolador. Los unos y los otros se diferencian
probablemente en nivel de preparación de sus varones, pero, aunque se tachen de
izquierdistas o derechistas, las intenciones parecen ser las mismas; el propio
beneficio.
Como
idealista, siempre soñaba con el cambio del sistema electoral, unas listas
abiertas y desbloqueadas permitirían elegir entre lo más excelente no entre lo
impuesto por una determinada fila. Sin embargo, no caería semejante breva
porque, entre otros motivos, ¿a quién interesaba descentralizar una decisión
que permitía repartirse los miembros del CGPJ?
Estando
muerta la UCD y no habiendo despegado nunca el CDS y UPyD, yo no me resignaba a
tener que elegir entre esa supuesta corrompida “izquierda” bien socialista
(PSOE) bien comunista (IU) o esa supuesta “derecha” (PP) arrogante que presumía
de aglutinar en sus filas a liberales y conservadores. A mí, por desgraciada,
no me satisfacía tener que elegir por opciones que no me convencían.
Así,
de pronto y por sorpresa, aterriza en el panorama nacional un partido político con
importantes éxitos a sus espaldas en Cataluña y que, siendo inspirado por intelectuales
respetables, entre los que se encuentran el Sr. Nart o el Sr. Boadella, ilusionó
a los que creíamos y seguimos creyendo que la más honorable ideología que puede
ostentar un ser humano es aquella que se confunde en la indefinición de un término
que, por inexacto, ha sido denominado “centro”.
Por fin, aparecía un partido que no cargaba con losas a sus espaldas y que prometía que los pactos no debían estar delimitados por los colores sino por las ideas y los principios. Empezó muy fuerte y consiguió conquistar a gran parte de aquellos que, como yo, no se sentían representados por ningunos otros.
La llegada del partido naranja
hizo que el PP y PSOE tuviesen que extremar sus discursos, pero, por desgracia,
Ciudadanos no llegaba sólo y otro partido absolutamente radical amenazaba a
nuestro país; PODEMOS.
Vendedores de humo aprovechaban la precaria situación personal de los menos dotados intelectualmente para generar un odio y un rechazo a una historia que ellos mismo se encargaban de reconstruir. Recuerdo perfectamente como, estudiando Derecho en la Facultad de la Universidad Complutense de Madrid, tuve un profesor camarada de Iglesias que impartía un temario totalmente ajeno a la asignatura -Derecho Constitucional- siguiendo las consignas de un libro de otro camarada, Juan Carlos Monedero, “La Transición contada a nuestros padres” cuyo contenido era, además de huérfano de rigor, tendente a generar un levantamiento violento contra el poder establecido. Evidentemente, por incomparecencia, asumí con orgullo suspender dicha asignatura.
Así,
luchando contra la ideología de género, contra la corrupción, contra el
secesionismo, contra la imposición de las lenguas cooficiales, contra las tasas
paritarias, contra la homofobia y la xenofobia, contra la discriminación, contra
los extremismos, contra la vulneración de la división de poderes, contra la vulneración
de la Constitución, contra la vulnerabilidad de los autónomos y las PYMES,
contra la ocupación, contra reformas laborales y de educación disparatas y a
favor de la libertad el partido por la ciudanía, con muchos aciertos y muchos
errores, defendió con dignidad un país venido a menos.
Ahora,
con un liderazgo débil de quién fue una grandísima segunda cabeza y un caballo
ganador en Cataluña, está siendo imposible conquistar a una población mermada
por una pandemia que ha coincidido con el gobierno más sectario y peligroso que
España ha conocido en los últimos siglos de Historia.
Pedro
Sánchez es un peligro consumado que, sin principios y durmiendo a pierna suelta
todas las noches, vende el alma de los españoles al diablo con tal de mantener
su ego tan elevado como el de sus incapaces e ignorantes compañeros.
La
subida de VOX, que si es extremo desde luego lo es menos que PODEMOS y que el
actual PSOE, explica el miedo de los españoles a la indeterminación y a
quedarse a medias.
La
convivencia de dos partidos como VOX y Ciudadanos, muy distintos, pero con un target
de potenciales electores mucho más común de lo que parece, es absolutamente imposible.
Mientras haya crispación triunfará el más radical y cuando los ánimos se calmen
-hito que parece difícilmente alcanzable- triunfará la moderación
Es
indudable que, desde la última etapa de Rivera, los errores cometidos por Ciudadanos
son palmarios y eso, unido a la poca presencia que han conseguido tener en los
medios de comunicación, hace que les sea muy difícil navegar en aguar tan
agitadas como las actuales.
Aguas
en las que sólo cabe elegir entre lo malo y lo peor. En lo malo la crispación,
la corrupción y el considerar que la patria mal entendida es lo más importante;
en lo peor el ánimo de venganza, misma corrupción, comunismo, destrucción de la
patria y autoritarismo.
Sin
mesura, con ciudadanos crispados y con ganas de batalla, no cabe ni Ciudadanos
ni sus errores.
En
fin… pinta mal la cosa ¿para que luchar en una batalla si con la victoria no se
consigue nada?
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