En Navidad, jugar con los sueños.

 A LOS QUE ESTÁN, POR ESTAR; A LOS QUE YA NO ESTÁN, PARA QUE SIGAN ESTANDO. 

 

                             Aquel martes de su nacimiento, hace ya veintiséis años, para Quentín había comenzado una tradición que, impuesta en un primer momento, asumiría con gran agrado al alcanzar la edad que regala el uso de razón más elemental. Desde entonces, todos los martes que estuviese en Marineda, ciudad en la que residía de manera habitual, Quentín sacaba un hueco en su azacanado dietario para acercarse al Hospital Abente y Lago a fin de visitar a su abuelo Lois.



                               Lois, o don Lois como era conocido en la urbe herculina, fue ingresado en el hospital cuarenta años atrás cuando, tras haber sido atropellado por un tranvía que se quedó sin frenos al alcanzar la Plaza de Lugo, sufrió una lesión traumática muy severa que le llevaría a entrar en un coma, prolongado durante tanto tiempo, que le permitiría superar con creces los cien años con un desgaste de una persona de, tan solo, setenta y pocas primaveras.

                               Su caso era celebérrimo más allá de la ciudad.  En todo el Mundo se sabía que, en un pequeño rincón de España -casi ahistórico, verde, húmedo y, sobre todo, muy agasajado por la madre naturaleza- llevaba internado más de ocho lustros un señor con un cuerpo inerte al que, sin embargo, la mente parecía funcionarle, al menos potencialmente, de manera inmejorable. Así las cosas, rara era la semana en que no apareciese a las puertas del hospital levantado sobre la Plaza del Parrote algún catedrático de medicina que quisiera advertir de cerca lo que ya se conocía como “el milagroso caso de don Lois”. Pero, desgraciadamente, además de médicos e investigadores, con el paso de los años, cada vez fueron más los periodistas morbosos que, buscando sacar rédito económico del tema, se dejaban caer por esos lares entorpeciendo la labor de las gentes útiles.

                               Mientras todo esto pasaba, la familia de don Lois se había acostumbrado a vivir con naturalidad y algo de resignación la fama que su pariente había adquirido. Era normal y, en el fondo, sabían que no dejaba de ser una suerte poder pensar que, todavía, su antecesor no se había muerto albergando, incluso, algún mínimo resquicio de esperanza en poder recuperarle del todo.

                               Don Lois, un convencido demócrata liberal nacido en los tiempos en que don José Canalejas presidía el país, había vivido, desde el reinado de Alfonso XIII hasta la llegada al trono de Juan Carlos l, muchos de los momentos más relevantes de la historia moderna de España. Sin embargo, como a muchas personas de su generación y de las cercanas a la suya, la Guerra Civil le marcó profundamente.

                               Aunque nunca se hubiesen llegado a conocer en stricto sensu – pues, cuando Quentín nació, don Lois llevaba catorce años en coma- todo el mundo coincidía al señalar que nieto y abuelo compartían inquietudes y, sobre todo, que tenían unas características y unos rasgos muy concretos y marcados que evidenciaban la existencia de un nexo común. Era cosa sabida que a ambos les había interesado siempre la Historia, y Quentín, en su recurrente camino de los martes hacia el hospital, fantaseaba con la llegada del día en que ambos se pudieran sentar a charlar largo y tendido de los devenires del incansable Mundo.

                   “¿Cómo es posible que el abuelo, al que voy a ver todos los martes desde que                       nací, no sepa que, al poco tiempo de sufrir el fatal accidente, unos golpistas                                             intentaron acabar con la Transición?

                               ¿Cómo es posible que no haya conocido la existencia del teléfono móvil?

                               ¿Cómo es posible que no sepa que, por fin, se derribó el Muro de Berlín?

                               ¿Cómo es posible que no pudiera disfrutar de los Juegos Olímpicos de su querida                               Barcelona que tanto unieron a los españoles?

                               ¿Cómo es posible que desconozca el fin de la Guerra Fría?

                               ¿Cómo es posible que, para él, no haya existido el atentado de Atocha, ni el de                                  las Torres Gemelas ni tantos otros?

                               ¿Cómo es posible que no nos conozca ni a mis hermanos, ni a mis primos, ni a mí                             si, desde que nacimos, le visitamos con mucha frecuencia?”

 

                               Estas y otras muchas preguntas, que en el fondo son una sola, se las hacía constantemente Quentín a sí mismo mientras paseaba por sus queridos Cantones, por la bella Marina, por El Parrote o por la desconocida Ciudad Vieja yendo o viniendo de aquel hospital.

                               Un martes gélido y nublado, debía ser el del XXII de diciembre del año corriente, Quentín, al poco tiempo de levantarse, recibió una llamada inesperada. Unos queridísimos amigos de la infancia, a los que hacía mucho tiempo que no veía, le comunicaban que, después de casi cinco años viviendo en el extranjero, habían decidido ir a pasar esas navidades a La Coruña y que les encantaría poder encontrarse con él para poder rememorar aquellos felices tiempos pasados.

                               Quentín, aunque mantenía mucho contacto con todos ellos a través de las redes sociales, no dudó un sólo segundo en ir a buscar a sus amigos al aeropuerto y programar distintos planes presenciales para recibir, como era merecido, a personas tan queridas por él.

                               En un Alvedro vacío como nunca por esas fechas, Quentín cayó en la cuenta de que, siendo martes, si seguía el programa que había preparado para sus amigos, le iba a ser imposible poder ir a visitar a su abuelo. Tras pensarlo durante los minutos que sus compañeros tardaron en aterrizar y llegar al recibidor del aeropuerto coruñés, decidió que ese día estaba justificada la ausencia y que no pasaría nada por posponer la visita al hospital hasta la siguiente semana. Así lo hizo.

                               Ya juntos los cuatro viejos amigos, tras los prudentes abrazos que más o menos aconsejaba la pandemia, subieron todos al coche y, sin quitarse la mascarilla, se allegaron hasta la Estrella para tomar unas tapas y beber cerveza. La sensación para Quentín era extraña, algo estaba pasando y no podía disfrutar como quería de la presencia de sus queridas amistades.

                               El día se alargó y como los cuatro eran unos apasionados de la mar, decidieron acercarse a la dársena dónde Quentín tenía amarrada su pequeña embarcación -Pitón, una vieja lancha fueraborda de 40 caballos- para dar una vuelta por la Ría de Ares. La navegación fue maravillosa, allá en la lontananza veían Betanzos, Perbes, Lorbé, Sada, Miño, Pontedeume, Redes… era fascinante esa sensación de libertad en que los cuatro chicos, acompañados por un numeroso grupo de gaviotas, se habían sumido… ¿cómo se pudo crear algo tan bonito? Se preguntaban en bajo una y otra vez las conciencias de los jóvenes.

                               A eso de las siete de la tarde ya empezaba a anochecer y se imponía el tener que volver a puerto. Como siempre, Quentín apuraba el combustible de la lancha y, aunque no dijera nada a su tripulación, su mente agonizaba pensando en las posibles consecuencias de quedarse a la deriva. Afortunadamente, llegaron a puerto sin problema aparente.




                               Al desembarcar, se vieron sorprendidos por un grupo de niños que, alucinados por las estelas que dejaban los barcos a su paso, parecían querer adivinar el por qué sobre la mar no se camina tan firme como al pisar la tierra.

                               “*Eu, cando sexa mais vello, mercarei un barco antes cun coche. A onde chegan os coches podereí chegar camiñando, pero os barcos chegan a onde non chegas cos pes” –Decía el mayor de la cuadrilla a los más parvos mientras éstos le miraban con cierta admiración.

                                *“Yo, cuando sea mayor, compraré antes un barco que un coche. A donde llegan los coches podré                              llegar caminando, pero los barcos llegan a donde no llegas a pie”

                 

                               A la vuelta de la mar, a los grumetes se les despertó el apetito y, aunque el sentir de Quentín iba in decrescendo, pensó que, en la calle de la Galera, además de buenos pinchos, podrían encontrar un buen ambiente.

                               Mientras los mancebos buscaban la batahola, en el hospital don Lois recibiría una visita inesperada. La Escolanía de Voces Blancas de El Eco, una suerte de cantera de la afamada coral local que tantas buenas voces había regalado a la música nacional, se había personado en el hospital para visitar a los enfermos que, con distinto grado de gravedad, se veían obligados a cambiar de domicilio durante el tiempo que durasen sus respectivas convalecencias o, en los casos peores, los cuidados paliativos que, a través de la muerte, los llevarían a un destino incierto.

                               Los pequeños cantores, primeramente, se acercaron a los departamentos ocupados por los enfermos más conscientes a los que, poco a poco, les iban entregando los distintos regalos que tenían preparados.  La mayoría eran instrumentos musicales por lo que, las armónicas, las guitarras, las bandurrias, los ukeleles, las castañuelas, las flautas, los trompetines y algún que otro acordeón que invadieron el hospital, transformaron el nosocomio en lo que parecía tomar la forma que debía presumírsele al hangar de la Sinfónica de Galicia. Posteriormente, cuando los enfermos menos graves ya se habían hecho dueños de sus obsequios, los jóvenes músicos alcanzaron las habitaciones en las que se encontraban los enfermos más graves entre los que, desgraciadamente, abundaban quienes permanecían en coma, en estado vegetativo o, incluso, los que ya estaban totalmente deshauciados.

                               “El Tamborilero”, “Los Peces en el Rio”, “Noche de Paz, “Adeste Fideles”, “Tu Scendi Dalle Stelle”, “Ay del Chiquirritín”, “Dime Niño ¿De Quién Eres?” … fueron tan sólo algunos de los villancicos que, cantados por los niños de la escolanía, transformaron los rostros sufridores en semblantes llenos de vida y emoción.

                               Pronto, uno de los componentes del grupo de voces blancas, advirtió a sus compañeros que la siguiente habitación a visitar era la de don Lois.

                               Por muy pequeños que fueran, todos los niños habían escuchado hablar a sus padres, desde la cuna, de don Lois, y no había ninguno que no supiera algo acerca de la vida del paciente decano. Entrar en su habitación no era igual que entrar en todas las anteriores y, cuanto más se acercaban a la puerta referenciada con el número 2.021, más intimidados se mostraban los niños.

-          “¿Qué le vamos a cantar a don Lois?” Preguntó con cierto nerviosismo Uxío al director de la Coral.

-          “Según pude leer, cuando estaba en condiciones, don Lois solía ir a todos los conciertos de música clásica que se hacían en la ciudad. ¡Le regalaremos el Wigenlied de Brahms!”

 

                     


 



                               De repente, cuando los niños iban a entonar la sexta estrofa de la canción, don Lois empezó a jadear como si algo extraño le estuviese ocurriendo. Los niños, asustados, siguieron las instrucciones de su maestro y acallaron sus inocentes voces al tiempo que la respiración del anciano encamado iba recuperando su ritmo habitual.  Al retomar el canto donde lo habían dejado, don Lois volvió a jadear hasta que, de pronto, levantó sus párpados con el esfuerzo que hace quien parece despertar de una larga siesta.

-          “¿Quién de vosotros es mi nieto Quentín?” Preguntó, con una bella voz baritonal, ante la estupefacción de todos los presentes, el vetusto revivido.

                               De detrás de los niños que formaban filas ante la cama de don Lois apareció un nervioso Quentin que había abandonado a sus amigos al sospechar que algo extraño estaba pasando en el hospital. Descompuesto, y sin casi vocalizar, se hizo un hueco entre los escolanos y contestó:

-          “Abuelo, soy yo. ¿Cómo es posible que sepas mi nombre?”

                               Don Lois, a pesar de tener maltrechos los huesos, consiguió incorporarse transformando su cuerpo en un perfecto ángulo recto dibujado entre su espalda y sus piernas.

-          “Tengo la costumbre de escuchar cuando me hablan y tú me has estado hablando durante todos estos años” respondió don Lois.

-          “Sí, pero tú estabas…” tartamudeaba Quentín.

-          “Presente, atento y, sobre todo, muy agradecido a los que, cómo tú, me habéis mantenido con vida aun siendo un total inútil. Además de mi corazón, he tenido la fortuna de mantener viva la parte emocional de mi ser” señaló, mientras cogía la mano de su nieto, un abuelo emocionado y orgulloso.

                               Como en todas las circunstancias anómalas, el silencio se fue haciendo cada vez más fuerte dando protagonismo a unas miradas que, sin pretenderlo, decían mucho más que las simples palabras.

                               Tras este primer encuentro, el abuelo fue recuperándose en el hospital hasta que, por fin, a los pocos días, recibió el alta menos previsible de todos los habidos a lo largo de los tiempos.  

                               En el camino de vuelta a su antigua casa, donde todavía vivían sus descendientes, abuelo y nieto no dejaron de charlar de las mil cosas que pasaban por sus cabezas. El palique dio para todo tipo de cuestiones, desde las más sencillas hasta las más profundas; pero, en todo caso, para ambos estaba produciéndose la conversación más importante de sus vidas.

                               Todos los cambios que se habían producido a lo largo de cuarenta años eran fácilmente perceptibles por un don Lois que, aunque no se sintiese un total extraño, sí se veía algo sobrepasado y sufría al no reconocer ni a su ciudad ni a sus semejantes.

-          “Quentín, ¿qué demonios lleva todo el mundo en la mano y por qué llevan los oídos tapados con un cable?” Preguntó el abuelo a su nieto.

-          “Son los teléfonos de hoy en día abuelo. Se pueden sacar a la calle y también sirven de reproductores de música, así que lo que la gente lleva en los oídos se llama auriculares” Respondió con cierta compasión el nieto.

                               El hombre centenario también se sorprendía al comprobar como todo el mundo iba corriendo por la calle. Los piropos parecían haber desaparecido, la gente ya no se paraba a conversar con sus vecinos, nadie preguntaba la hora al ajeno y los sombreros habían dejado al descubierto las calvas de unos hombres que habían sustituido sus capas españolas por unas vulgares sudaderas coloreadas de forma muy llamativa.  

-          “Menos mal que el mar y el cielo siguen siendo igual de impresionantes que en mi tiempo” Repetía, una y otra vez, don Lois fingiendo no querer ser escuchado.

-           “Tu tiempo también es este” dijo con voz seria Quentín.  

                                Al llegar a casa Quentín cayó rendido en el sofá del salón cuyo balcón daba a la avenida principal. De pronto, a eso de las nueve de la mañana, sin pretenderlo, Quentín amaneció sobresaltado a causa del escándalo que parecía provenir del bar que había justo debajo de su casa.

                               Medio adormilado, tras estar cerca de tropezar con la maceta que decoraba uno de los extremos de la habitación, nuestro querido Quentín salió corriendo al balcón y comprobó cómo, efectivamente, en las inmediaciones del bar se había concentrado una gran muchedumbre armada de una retahíla de instrumentos musicales con los que hacían sonar todo tipo de villancicos.



                               El nuevo día traía la Nochebuena del año MMXX y don Lois, aunque llevaba muerto casi diez lustros, había querido compartir con su nieto un rato para hacerle saber que los que ya no están siempre estarán y que, en días tan especiales como los que nos regala la Navidad, reconforta tenerlos muy presentes.

 

¡FELIZ NAVIDAD!

 

Coloradín Perborato.

 





 



Comentarios

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  2. Un relato muy necesario en estos tiempos que vivimos. Cuanta ternura. Gracias Coloradin Perborato.

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