Quiero aprovecharme
de una queja que, no siendo mía, asumo como propia. Un queja exteriorizada por una
persona con un grado de legitimación, entonces y ahora, que tan solo es igualable
pero nunca superable.
Y es que, un
tal Juan Manuel Serrat, aprovechando su participación en una de aquellas ya desaparecidas
galas musicales que, entonces, se retransmitían por una televisión que en nada
se parece a lo que hoy conocemos como tal, dijo lo siguiente: “Yo, como todos
ustedes, también fui pequeño. También pasé esa maravillosa época de la vida. Cuando
yo era pequeño, escuchaba cantar a mi madre cuando hacía las camas. Porque, en aquellos tiempos, la gente cantaba.
La gente cantaba haciendo las camas o en el taller, la gente cantaba en los andamios
y les decía cosas a las muchachas que pasaban por la calle. La gente cantaba
cuando cocinaba, y escuchabas las voces por los patios de dentro de las casas.
Era maravillosa costumbre aquella la de cantar, maravillosa costumbre,
lamentablemente, en desuso. Hoy eso de cantar se está quedando reducido a los
cantantes… mal asunto (…)”
Y era mal
asunto, sin duda, el hecho de que el cantar se estuviese reduciendo solo a los
cantantes. Pero el hoy al que se refería Serrat ya es un ayer. Un ayer, el de aquellas
pequeñas cosas, que coincidía con el año en que nacía un cantante que, sin
serlo, ahora quiere aprovechar estas líneas para hacer suyo un lamento que,
desgraciadamente, se queda minúsculo al describir los (peores) tiempos presentes.
Y son peores tiempos
estos de la globalización, precisamente, por dejarse gobernar por ésta. La
puñetera igualdad que defienden esos buenistas que, por cierto, lamentablemente
se reproducen cada vez más y más, se ha convertido en un atentado contra ese
patrimonio social y cultural que permitía diferenciar a los pueblos y a las
gentes que los habitaban.
Lo criollo,
como lo mandarín, lo Kentucky o lo ibérico, ahora tiene que ser, por bemoles,
de todos y para todos. Así, con la sumisión a la maligna doctrina del buenismo
que rige nuestro tiempo, hemos llegado a desarraigarnos del todo de lo que,
como el pegamento, servía para unir el sentir de unas comunidades ya casi
extintas.
Porque con
todos los incuestionables haberes que la definen, la dichosa globalización está
destruyendo a toda prisa una cadena que, como la alimenticia, permitía un
desarrollo patrimonial que ahora está en un avanzado proceso de desintegración.
Y es precisamente este desintegracismo, el que explica el hecho de que en los
patios ya no se oiga cantar; que los piropeístas profesionales de los andamios sean
vistos como aquellos que pegan tiros para defender sus ideas; que las madres ya
no cocinen; o, y lo que es mucho más grave, que algunos pequeños nunca sean
niños.
O cambiamos o
nos siguen cambiando. Si dejamos que ocurra lo segundo, algún día será tan malo
el asunto que las radios serán huérfanas, incluso, de esa puñetera música que
suena a todas horas y que, en realidad, ya no es más que un dichoso ruido en el
que difícilmente se distinguen las letras y las voces de unos cantantes que,
como yo, sin serlo, sólo sirven para el bullicio.
No contribuyamos
más al tiberio y levantemos nuestras voces para rescatar ese bien tan preciado
que, aunque esté agonizando, aún está a tiempo de resurgir y permitir a los que
vengan detrás de nosotros reconocernos y emocionarse al disfrutar del
instrumento más preciado del que dispone la música; la voz humana.
Coloradín Perborato.
👏👏👏👏👏👏👏👏
ResponderEliminarMagnífica reflexion
ResponderEliminarMuchas gracias. Me encantaria saber su nombre para poder personalizar mi agradecimiento. Un saludo.
Eliminar👏👏👏 Grande Javiii
ResponderEliminarMuchas gracias. Me encantaria saber su nombre para poder personalizar mi agradecimiento. Un saludo.
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