Desde la distancia afortunada que me hace pacer un agradable aire
mareiro poco expuesto al dichoso virus que hoy gobierna el mundo, me
quiero sumar virtualmente a las felicitaciones propias de un San Isidro afligido
-sin “praderas”, “gallinejas”, “rosquillas” o “entresijos”- haciendo llegar a
todo aquel que se ponga en el camino una reflexión personal y totalmente transferible
sobre el Madrid que yo siento.
Al final del primer acto de la Francisquita de Vives, a bordo
de una calesa y en un vis a vis con el coro, la Beltrana, con donaire y poderosa
voz, presenta al público el alma castiza y las maneras chulescas que definen a
su personaje:
“Soy madrileña porque Dios ha querido
que así lo sea (…)”
Al igual que la citada mezzo de Doña Francisquita -cuya
celebridad es, por desgracia, cada vez más menguante- yo también nací en Madrid
porque dios -en este caso en minúscula- quiso que allí yaciera por primera vez.
Dicho lo cual, y por muy sorprendente que pudiera parecer, aquí
y ahora, me atrevo a afirmar que ni ser madrileño depende de haber nacido en
Madrid; ni Madrid, como concepto único, existe.
De la misma manera que los grandes historiadores se refieren
a “las Españas” para poder explicar la evolución histórica de un todo común
desde la diversidad sociocultural del sinfín de singularidades que lo componen,
el gran Galdós creó el término “los Madriles” para conceptuar la existencia
de una disparidad de urbes convivientes dentro de la capital de las Españas.
Así pues, los Madriles permiten transigir muchas ideas
de un todo común: Madrid, “Esa ciudad
con un millón de cadáveres (…)” de Dámaso Alonso; Madrid, “(…) la nueva
Babilonia, dónde verás confundir en variedades y lenguas el ingenio más sutil”
de Calderón; Madrid, “Allá dónde se cruzan los caminos (…)” de Sabina;
Madrid, “Una pedrada en la Puerta del Sol mueve ondas concéntricas en toda
la laguna de España” (…) de Gómez de la Serna. Todo eso y mucho más es Madrid.
Madrid, el Madrid que conoce mi cuarto de siglo, también se ve,
se siente y se oye. Se ve a los Austrias y a los árabes a través de los vestigios
que dejaron sus murallas y su arquitectura; se ve a Palacios, a Ventura Rodríguez,
a Churriguera o a Sabatini en los edificios e iglesias levantadas sobre el gran
arroyo; se ve a Goya, a Velázquez o a Murillo en el Prado, la Academia de
Bellas Artes de San Fernando o la Iglesia de San Antonio de la Florida; se ve
Egipto desde el Templo de Debod; se respira aire fresco en el verde de la Casa
de Campo, del antiguo vertedero del Oeste o de los jardines del Buen Retiro; se
siente el olor del pan que se cocía en la Plaza Mayor; se huele la sangre que
derraman los toros en las Ventas; se escucha la música de Chueca, Bretón,
Arrieta o Barbieri; se bailan los chotis; se come cocido con garbanzos en la
Bola o en la Cruz Blanca; se siente a Carlos lll, a Felipe V, a Galdós, a Alonso
Martínez, a Alberto Aguilera o a Manuela Malasaña; se derrocha el dinero en la Milla
de Oro; se duerme en el Toni 2; se irrita uno a bordo de un coche en la Gran
Vía, la Plaza de España o los bulevares; se bebe café en el Café Gijón o en el Café
Comercial; se come tortilla y croquetas en José Luís o Casa Manolo; se acomoda
uno en las butacas del Teatro Español o el María Guerrero; se toma uno el
aperitivo en Rosales, o en Richelieu, Mazarino o Milford; y así tantas y tantas cosas que se ven, se oyen
y se sienten por Madrid.
La vida social es plena si se quiere, el ocio es poco ocioso
y las amistades surgen cuando uno no lo espera. Los barrios, cada vez menos
barrios, son el ADN de cada madrileño de creación o adopción.
Madrid también agota, su ritmo es frenético y la paz sólo
brilla alguna mañana de domingo lejos del Rastro.
Madrid expulsa y acoge.
Madrid es de todos.
Madrid, es Madriz.
VIVA MADRIZ.
(con lo bueno y lo malo)
Coloradín Perborato.
Comentarios
Publicar un comentario