Enfermos de igualdad.


La igualdad es, además del blasón más despótico de la clase política actual, la primera reivindicación a la que nos auparon a casi todos los de mi generación nuestros mayores. Igualdad en género, en pensamiento, en posibilidades, en movimiento, en usos, en virtudes, en defectos, en competitividad, en lujo, en distracciones y en muchas otras cuestiones que influyeron y decidieron un futuro convertido en presente que, ahora, a poco que se detenga a recordar, debe compadecerse de sí mismo viendo cómo, step by step, se está destruyendo un patrimonio social cada vez más limitado.

La justicia, que irradia del hecho de que todos tengamos la oportunidad de llegar a ser aquello que “queramos” ser, no casa del todo bien con la idea de progreso. Sin querer excavar en lo absurdo de decir querer algo que, en el mejor de los casos, se conoce de manera superficial, quiero detenerme a explicar por qué, a pesar de ser en parte justo y en todo popular decir que todos -hombres y mujeres, ricos y pobres, urbanos y rurales, listos y tontos, buenos y malos…- somos iguales y valemos lo mismo, materializar esa absoluta igualdad y validez teórica -en caso de que semejante hito fuese factible-  podría conllevar la creación de unos daños colaterales que, por irreversibles, deberían ser valorados con mayor reparo antes de ser asumidos. Esto último, aunque tan sólo fuera por recelo a que aquel conocido dicho de “lo que uno desecha, a otro aprovecha” cumpla lo dispuesto.

Pues bien, esa especie de baile de bachata constante -pasos hacia adelante combinados con pasos hacia detrás- en la que el ser humano está ensimismado desde el principio de los tiempos, no es más que una disputa dual primitiva, entre evolución e involución, que, hoy en día, sigue sin encontrar otro vencedor que aquel que cuando convence a uno irrita al otro; la Historia.

No seré yo quien ponga en tela de juicio la trascendencia de ciertos hechos que han proyectado unos avances sociales de un valor incalculable. La invención de la rueda o de la penicilina; el descubrimiento del fuego o de la escritura; la creación del avión o de la imprenta; tratar al ser por el hecho de ser y no de ser un género… son tan sólo algunos ejemplos de los avances que per se tienen en este mundo conocido (en el que aún esté por descubrirse quién sabe qué pasaría) la suficiente autoridad moral para no admitir discusión alguna sobre lo loable de los mismos.

Sin embargo, estos avances, teóricamente incontrovertidos, se impregnan en nosotros con tal agresividad que impiden a nuestros sentidos diagnosticar y, por lo tanto, tratar los no pocos males que traen consigo. En este contexto, considero que uno de los mayores crímenes que la gobernante globalización está cometiendo contra un mundo cada vez menos aborigen es, justamente, atentar contra lo oriundo.




Así pues, a pesar de saberme lo suficientemente limitado como para no ser capaz de virar el mal rumbo, considero que mi reflexión, por sincera y concienzuda, debe ser compartida con todo aquel que, como yo, sienta que, en esta Historia que estamos escribiendo ahora, la involución se está imponiendo a la evolución y ésta a su vez está destruyendo, como decía antes, un patrimonio que siendo tan rico parece estar ya desahuciado.  
Si se acepta lo anterior, que a mi juicio debe aceptarse, y si nos funciona ese termómetro del espíritu llamado remordimiento, deberíamos tratar de detener, poniendo encima de la mesa todos los medios que creamos tener al alcance, lo desabrido de este mundo enfermo de igualdad.

Si no se acepta la tesis expuesta, y mientras la resignación tenga batería, observaré apesadumbrado como las universidades se llenan de gentes apáticas que sustituyen el querer saber por la maestría del saber de pasatiempos; como se extingue lo lugareño; como Coruña será sinónimo de Shanghái, de Uagadugú, de Bridgetown, de Base Marambio o de Camberra; como Cervantes será igual de recordado que un tal Coloradín Perborato; como los trazos de Velázquez serán lo mismo que los del aparejador encargado de bocetar el que pueda ser mi próximo apartamento; como el sonido que emanaba de las cuerdas de la guitarra de Yepes será confundido con el sollozó de un bebé; como el tenue será el único color del mundo; como el acento será algo ilusorio; como el hormigón tumbará la Necrópolis de Guiza, el Perito Moreno o el Taj Mahal; como "saber" será propiedad exclusiva del sabor; como las mujeres parirán con la misma frecuencia que los hombres; y así hasta que, extinta la especie humana, aquello que todavía mantenga alguna constante vital activa refrende un certificado con el siguiente contenido:

“A las X horas del día X se ha producido el exitus letalis del paciente Mundo Conocido por un fallo multiorgánico provocado por una igualdad aguda”


COLORADÍN PERBORATO.

Comentarios

  1. Soy excompañera de tu madre del colegio, y te he ido leyendo porque ella ha puesto escritos tuyos en el Facebook.
    Has sido un gran descubrimiento y me gusta mucho cómo describes y como escribes.

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  2. Muchísimas gracias por tus preciosas palabras y por leerme. La verdad es que me he enganchado a la "droga" de escribir y creo que ya no voy a poder salir de ella. Le diré a mi madre que una compañera suya me ha puesto un comentario tan bonito.

    Un abrazo y, de nuevo, muchas gracias.

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